Los relatos más bellos del mundo (V)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Los relatos más bellos del mundo
(viene de la entrada de 23 de abril de 2019)
Publicado por primera vez en 1930, acaso sea Una rosa para Emily el relato más conocido de William Faulkner, y acaso también sea un cuento de miedo. De hecho, es el que abre el capítulo dedicado al terror y al suspense de Los relatos más bellos del mundo. Particularmente me parece más acertada la elección de Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs, quienes lo incluyeron en su célebre Antología del cuento triste (1990). Su asunto -que a grandes rasgos puede resumirse en una mujer que ha convivido durante cuarenta años con el cadáver de el único pretendiente que le conocieron sus paisanos- da para cualquiera de las dos elecciones. Hasta cierto punto, en eso de encontrarse en la linde que separa el miedo de la tristeza, Una rosa para Emily coincide con Un extraño suceso en la vida Schalken el pintor, el predilecto de entre mis terrores favoritos (1).
Antes de descubrírsenos el cadáver de Homer Barron -el capataz yanqui que arribó a la población "con mulas y negros" para pavimentar las calles y acabó convirtiéndose en el pretendiente de Emily Grierson- la historia se nos comienza a contar con un flashback que se abre en el entierro de nuestra protagonista, una mujer que ha envejecido sola, hasta convertirse en uno de esos "monumentos derribados" prototípicos en Faulkner.
En realidad, aunque es triste como los cuentos sobre solteronas -quiero recordar Un alma de Dios, de Flaubert, Un corazón simple en la traducción de Mauro Armiño- el texto es una celebración del universo de su autor. Bien es verdad que no se hace referencia alguna a Yoknapatawpha -trasunto del Lafayette (Mississippi) que fuera la residencia más frecuente de Faulkner-, mas todo parece indicar que la población que ve envejecer sola a la altiva miss Grierson podría ser Jefferson. De hecho, fue el coronel Sartoris -cuyo recuerdo preside la novela homónima de 1929, primera localizada en Yoknapatawpha- quien dispuso que Emily no pagase impuestos de por vida con las mismas que emitió un bando por el que "ninguna mujer negra podía salir a la calle sin su delantal de faena".
Condenada a la soledad por su propio padre, quien probablemente la quiso soltera para que le cuidase en sus últimos días, miss Grierson no tiene más trato con sus vecinos que el estrictamente necesario cuando deja de impartir clases de pintura sobre porcelana en su casa. Y en la población, pese a las murmuraciones sobre ella, la respetan. De ahí que, empero las protestas, se aguanten con el hedor que desprende el cadáver de Homer sin imaginar siquiera el origen de semejante pestilencia. De ahí también que nadie sospeche cuando la señorita compra arsénico.
Estamos en el profundo sur estadounidense, cuando éste era uno de los sitios más puritanos de todo el planeta. Así que lo único que consiguen las arpías del lugar, cuando consideran que la relación de la señorita con su yanqui comienza a ser indecorosa, es que unas primas, unas Grierson de Alabama, se instalen en la casa de nuestra protagonista. Naturalmente, aún no ha llegado el mal olor. Su origen será descubierto ya en el cierre del flashback, cuando Tobe, el cocinero, jardinero y cómplice de Emily -no le quedó más remedio puesto que era "su negro"-, abre la puerta a los vecinos para el velatorio y abandona la casa sin que nunca se vuelva a saber de él. Es entonces cuando se descubre el cadáver de Homer, metido en la cama de un cuarto cerrado durante más de cuarenta años.
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Si la Dirección General de Tráfico precisase un cuento para la prevención de los atropellos en las poblaciones rurales, Matar un niño, del sueco Stig Dagerman, sería el más indicado. Es más, cuenta el antólogo que el texto le fue encargado a su autor por una compañía aseguradora para concienciar a los conductores sobre el drama que desatas en quienes los sufren y quienes los provocan estos siniestros.
Mas de sesenta años después del suicidio de Dagerman en 1952, Matar a un niño se antoja como un buen ejemplo de cómo la vida puede cambiar radicalmente en unos segundos. Texto descriptivo más que ninguna otra cosa -anuncia su final desde el principio-, está ambientado en un soleado y jubiloso domingo, "una mañana feliz de un día desgraciado" en que un hombre matará a un niño. El homicida nos es presentado mientras termina de llenar el depósito de gasolina de su coche, tres pueblos antes de llegar al de autos. Entretanto, el niño termina de vestirse y su madre le manda a por un poco de azúcar, que hace falta para el desayuno de su padre, a casa de unos vecinos. El resto son las descripciones de las dos acciones: la del conductor avanzando por la carretera y la del niño dirigiéndose a ella. Referidas así, en paralelo, dan lugar un montaje cinematográfico que se mantiene ante la conclusión, ya anunciada, y la exposición de cómo las dos vidas han quedado truncadas. El niño, la ha perdido, pero la existencia del conductor también ha quedado trastocada para siempre.
Debo confesar que el apunte biográfico de Dagerman -periodista, anarquista y suicida con 31 otoños- me ha interesado más que su relato. Con todo, hay algo en su obra que hace, aún ahora, 65 años después de que se diera muerte en 1954, sigue interesando a los editores españoles. La isla de los condenados (Sexto Piso, 2016) es su última edición patria.
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Más que un relato propiamente dicho, Las tumbas de Saint-Denis -la siguiente de las piezas seleccionadas, de Alejandro Dumas padre, es un capítulo de una novela, Fontenay de las rosas (1849). Pero no es menos cierto que suele incluirse como una pieza independiente entre las selecciones de cuentos de miedo, de las que es todo un clásico del que ya he tenido oportunidad de dar cuenta en asientos anteriores de esta bitácora. Más de lo mismo cabe decir respecto a La verdad en el caso del señor Valdemar, que viene a titularse aquí el clásico relato de Edgar Allan Poe (2).
El visitante, el cuento de Mario Vargas Llosa -un Mario Vargas Llosa que, en 1969, cuando apareció Los relatos más bellos del mundo, sólo había publicado La ciudad y los perros y La casa verde y ya era "uno de los diez o doce autores más difundidos de la vigorosa narrativa hispanoamericana"- es todo un ejercicio de suspense.
Ambientado en el Perú natal del escritor, Jamaiquino, el protagonista de La visita, "es un negro sucio" según doña Merceditas, la anciana visitada. Hace medio siglo, en el 69 cuando se puso a la venta la primera edición de Los relatos más bellos del mundo, la corrección política en el lenguaje ni se imaginaba. De modo que, por más que a lector de nuestros días le chirríe, a los personajes de color, igual que a las personas, se les llamaba "negros" sin más contemplaciones. Pero no divaguemos.
A medida que el diálogo entre uno y otra avanza, se descubre que la visita no es de cortesía. Muy por el contrario, si Jamaiquino se ha acercado hasta la cabaña de doña Merceditas, a la que pide un vaso de leche, ha sido para llevar hasta allí al ejército. Los militares buscan a Numa, el hijo de la vieja, un peligroso criminal. De modo que la anciana repite al delator que Numa va a matarle.
Sin embargo, no será Numa quien dará muerte a Jamaiquino: imaginamos que serán sus compinches. Los militares desprecian al delator, que los ha conducido hasta el proscrito, tanto o más que doña Merceditas. Así pues, en vez de llevarle con ellos como le habían prometido, le dejan solo en la cabaña cuando en el bosquecillo colindante, los ruidos entre las ramas y las hojas dan a entender que los secuaces de Numa se acercan para vengar a su jefe en el infeliz que lo ha delatado. Sí señor, un cuento en verdad notable.
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(1) Un extraño suceso en la vida de Schalken el pintor es arte mayor. Leído en un par de ocasiones con anterioridad, esta tercera me reafirma en mi idea de que Sheridan Le Fanu es uno de los mejores escritores de novela de miedo de todos los tiempos. Más aún, Un extraño suceso... es el mejor relato de terror de cuantos he leído al margen de autores y géneros. Gótica pura, el autor mezcla en ella el tema del alma en pena, lo sobrenatural en definitiva, con algo tan terreno como los amores que se lleva el paso del tiempo a cuenta de una simple palabra mal dicha en un momento dado.
Tras hablarnos de una misteriosa mujer que aparece en una extraña obra de Schalken, propiedad de la familia del narrador desde que el artista se la regalará al bisabuelo del conductor del relato -como se ve, el procedimiento narrativo es muy parecido a la pieza anterior, si bien en está ocasión esta al servicio de una nueva genialidad-, se nos remite a los días en que el artista era aprendiz de un tal Gerard Douw. Estando enamorado de la sobrina de éste, cierta tarde que se ha quedado solo en el estudio, maldice ante las dificultades que le plantea un trabajo. Acto seguido escucha una carcajada y aparece tras él un hombre vestido a la antigua usanza de Flandes. Pese a que el ala de su sombrero cónico oculta su rostro, no es difícil imaginar en el misterioso intruso -que dice haber llegado para verse con Douw- al Diablo.
La noche siguiente, cuando Vanderhausen, el insólito visitante se encuentra con Douw, el joven Schalken es enviado a vender unos lingotes de oro del misterioso personaje. Será la exorbitante cantidad que Vanderhausen entregue a Douw por la mano de su sobrina. La única condición para cerrar tan fabuloso trato es que el artista acepte inmediatamente, lo que hace tras superar ciertas dudas. Una vez cerrado el acuerdo, cuando Schalken se asoma a la ventana para ver marcharse al curioso personaje, para su asombro y fascinación mía, pues éste me ha parecido uno de los detalles más inquietantes del texto, no ve salir a nadie.
Una semana después de la primera entrevista, Rose parte con el que habrá de ser su esposo. Schalken -en otra observación digna del talento del autor- tras dos o tres días sin ir por el taller regresa a él para conseguir "trabajar con mucho mayor empeño que antes: el estímulo del amor había dejado paso al estímulo de la ambición".
Los meses se suceden sin que Douw tenga noticias de su sobrina, cuando extrañado pregunta por Vanderhausen en la dirección de Rotterdam que éste les dejara, allí nadie sabe nada de él. Las únicas noticias que obtiene de su espeluznante sobrino político se las das un cochero. Este asegura que vio perderse a Vanderhausen y su bella dama -quien tenía los ojos llenos de lágrimas y "las manos encogidas por el miedo"- junto a una siniestra comitiva que vino a buscarles en las sombras de la noche.
Tiempo después, cuando el maestro y su discípulo se encuentran cenando en su estudio, Rose irrumpe precipitadamente en él. Esta muy asustada. Tiene mucha hambre, mucha sed y dice que los muertos y los vivos no pueden estar juntos. Pero sobre todo, les suplica que no la dejen sola ni un momento. En un instante de debilidad, que es olvidada esta última advertencia, la puerta de la alcoba, donde la reaparecida descansa junto a cierta horrorosa presencia, se cierra. Schalken y su maestro intentan en vano abrirla. Cuando, después de forcejear azuzados por los terribles gritos que escuchan al otro lado, consiguen volver a entrar, la alcoba está vacía.
Al cabo de los años, al asistir al entierro de su padre en Rotterdam, nuestro pintor se queda dormido en la iglesia donde se encuentra la cripta que habrá de acoger los restos mortales de su progenitor. El espectro de Rose le visita en sueños. "No había nada horrible, ni siquiera tristeza en su semblante. Esbozaba aquella misma sonrisa picaruela que había seducido al artista en los años felices de su primera juventud", escribe Sheridan Le Fanu. Tras seguir a la aparición hasta una cama, Schalken descubrirá a Vanderhausen en el lecho.
La mañana siguiente, nuestro hombre es encontrado en una cripta de similares características a la cama en cuestión.
Además de la belleza de su argumento, que al igual que en La habitación viene a conjugar lo sobrenatural con las miserias más terrenas -en este caso la fácil renuncia al amor-, el autor, que aquí demuestra ser uno de los grandes góticos -hay que insistir-, es capaz de crear una atmósfera en verdad inquietante mediante sugerencias, sin truculencia alguna.
(2) Poco cabe decir de Los hechos en el caso del señor Valdemar (1845), que no se haya dicho hasta la saciedad por plumas más doctas que la mía. La experiencia de Valdemar, que en los días del auge del mesmerismo se deja magnetizar al entrar en trance de muerte, es un auténtico clásico del cuento de miedo. Todo el mundo sabe que cuando el narrador trata de despertarlo, el cuerpo de Valdemar comienza a pudrirse hasta llegar a ser "una masa casi líquida de horrorosa y repugnante descomposición". La singularidad es que Felices pesadillas nos presenta este clásico en una traducción de Mauro Armiño, que no esa de Julio Cortázar, el más celebrado traductor de los cuentos de Poe al español, publicada en España en 1970 dentro de dos tomos legendarios de la colección El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial. Armiño, uno de los más prestigiosos traductores literarios del francés -y en menor medida del inglés- del panorama editorial actual, marca las distancias desde el principio. Así, el título que nos propone difiere del de Cortázar -La verdad sobre el caso del señor Valdemar-, pero se ajusta más a la literalidad.
Publicado el 21 de septiembre de 2019 a las 17:45.